miércoles, 28 de abril de 2010

# 4. Bubina, la gallina.

"Bubina" Photo: Océano Marco.



Esta tarde me ha venido a ver mi vecina. Hace seis meses que se separó, y la cosa caldea todavía. Ha llegado con la gallina bajo el brazo, su mascota y única compañía desde que se mudó, ya sola, a la casita de al lado.

Mi vecina traía ganas de hablar, y sabiendo que el tema iba a ser el de siempre, he sugerido quedarnos en la porchada para disponer de todo el aire que necesitaran sus pulmones.

Ha dejado a Bubina en el suelo, bajo un seto que crece alto y permite a la pollita pasear a su gusto.

- Me ha vuelto a llamar (su “ex”, evidentemente), para preguntarme si pensaba o no contestarle al mensaje en el que me pide que le devuelva la cafetera y el sofá de piel. Pero ¿Qué tiene ese tipo en la cabeza? Él hizo la mudanza ¿No podría haberlo dicho entonces? Y lo del sofá, pues mira, tira que va, que era regalo de sus amigos; la cafetera también, pero ¿la cafetera? ¿Qué tiene ahora con la cafetera, si él no toma café? ¿Qué les pasa a los tíos con las dichosas cafeteras? Por mí se la puede meter por… el mismo sitio que el sofá.

Sentadas en un banquito frente a la gallina, la mirábamos sin prestarle atención. La he dejado hablar ¡líbreme Dios de interrumpirla! Yo me he limitado a asentir o negar con la cabeza, ya me cuidaré de intervenir. Ha irrumpido como un Miura, y no es prudente despegar los labios hasta que desboque el aliento (o el desaliento).

- Seis meses después me pide una cafetera… -ha dicho ya algo más calmada- ¡Ah, pero no queda ahí la cosa! –añadió recobrando fuerzas súbitamente-: Me pregunta si tengo el teléfono del fontanero que nos instaló la lavadora, que me he llevado la agenda de teléfonos, que se quiere poner un lavavajillas… ¡Oh! ¡Eh! ¡Pélatela, chaval! ¡Búscate la vida! Y sobre todo pasa ya de mí…

- Fíjate en Bubina, he dicho yo en mi turno.
- ¿Qué? ¿Qué le pasa?
- Mira lo que ha hecho.

El bichito se había afanado, desde que sus patas tomaron contacto con el terruño, en apartar hojarasca y piedras sin miramientos, llenando el pasillo colindante de porquería; removió la tierra, picoteó a diestro y siniestro y, finalmente, salió del seto y plantó una mierda justo delante de mi puerta, para regresar a su lugar, y posarse tras varias sacudidas de su plumaje, como clueca preparada para verlas venir. Nos miraba. Parecía satisfecha.

- Oh… esta, también… ¿Qué se le va a hacer? ¡Es una gallina!: escarba, quita de en medio todo lo que le estorba, y se crea su rinconcito. Mira, no se lo ha pensado, ha sido llegar y ponerse a lo suyo, pasando del mundo entero. ¡Ay, lo siento! – terminó diciendo mi vecina cuando vio la cagada del animal en lugar tan estratégico.

Silencio

- No es tan tonta, la Bubina, ¿eh?, dije yo.


Silencio.

Las dos nos reímos.

- No, NO ES TAN TONTA UNA GALLINA, dijo mi vecina y, con esto, cerró el pico.

sábado, 17 de abril de 2010

# 3. Detrás de la ventana.



Después de una invasión bárbara, la mujer yacía sola sobre su cama deshecha. "Qué bonita es la pereza que se puede consumar..." pensaba, con la perspectiva de un día tranquilo y sin más revuelos que los que los pliegues de las sábanas, al moverse, despertaban en ella. Olía el lecho a piel transpirada, transpiraba un aroma a deseo arrebatador y cumplido. El camastro tenía el tono de tez de quien ha velado desde el sol anterior, sin pausa, sin tregua: mate y delicado, vulnerable, falto de reflejos, perezoso al fin.

Quizá luego comería algo fresco. Sí, algo fresco para restituir el agua de un cuerpo vacío de tanto entregar. Mientras tanto, agradecía la tibieza del sol temprano que entraba por la ventana, la ventana por donde no podía salir de ella más que su mirada o su voz, ventana por la que no podía entrar más que el aire y la luz. Y los gatos... que entran y salen, curiosos, y alguna paloma despistada, y algún gorrión confundido.



"Ensalada" Avril-Navarro

En esa ventana había golpeado su amante antes del ocaso pasado, con la desesperación de quien quiere evitar una catástrofe. En esos momentos, ella paseaba como el gato curioso, de una habitación a otra, sin tener destino ni propósito. Casi sin respiración, a no ser que se pudiera llamar respiración a las exhalaciones accidentadas, interrumpidas por la ansiedad, entrecortadas por la rabia.

“¡Ahí está! ¡Es él!”, pensó mientras corría hacia la ventana para abrir los portones de madera y descubrir al hombre, con una respiración no muy diferente a la de ella. Venía corriendo. Abrió y sólo se miraron, apenas cruzaron una sonrisa tenue de alivio.

“¿Puedo pasar?” preguntó él con el gesto, pasando su antebrazo por la frente, agarrando la reja con sus manos firmes, con la entereza de un reo.

La mujer no contestó. Cerró los portones y fue hacia la puerta, que cerró tras de sí su amante. Él traía un papel en la mano, una misiva encontrada bajo su puerta, entretenida nerviosamente entre sus manos durante unos minutos eternos, desde que terminó su lectura hasta que se calzó y salió en busca de la escritora. Dejó la carta manoseada sobre la mesa, y dándole la mano a la mujer se dejó llevar por ella hasta el dormitorio.

En el papel decía:

"Esta sería la noche perfecta para hacerle el amor a un hombre al que no le asustara la repercusión de mis huellas sobre su piel. Me siento enormemente sensual, activa, complaciente, sensible, potente, rabiosa, y necesitada de piel, sudor, saliva, gemidos, resoplos, blasfemias, quejidos y labios ávidos de mí. Estoy llorando esa ausencia y ¿porqué no? disfrutando de la sensación de vértigo que me provoca, mientras lamo lágrimas sobre mis pezones y mis brazos en alto. ¿Tuya?",

lunes, 12 de abril de 2010

# 2. Desde Rusia, sin amor.

Frente al portal, apoyado en un coche, esperaba un hombre. Tiró su cigarrillo al suelo y lo apagó con la suela del zapato. No la vio hasta que estuvo delante.
- ¿Cómo estás?
- ¡Qué sorpresa! -acertó a decir ella.
Se abrazaron torpe y brevemente.
- Así que… vives aquí… -preguntó.
- ¿Subes?

Ivana tomó la delantera cruzando el recibidor, y mientras subía por la escalera de un tercero sin ascensor intentaba identificar aquel hombre, con el que vivió veinte años y tuvo dos hijos.

Al verles, nadie hubiera dicho que tres años y cuatro mil kilómetros les habían separado. Nadie hubiera pensado que el viaje del militar era inesperado y desconocido para su esposa; él no se había anunciado, con la idea oculta de descubrir si algo más retenía a la emigrante, aparte del trabajo con el que sustentaba a los suyos más próximos y lejanos.

Se miraban de soslayo, con la rigidez de quien acostumbra a llevar abrigo hasta la nariz.

“Huele distinta, más delgada. Distinta, pero sigue guapa. Buena mujer” pensaba Yuri mientras veía, justo frente a sus ojos, las caderas de Ivana subiendo rítmicamente los escalones.




“Mi marido. Es él, pero ya no es mi marido. Esa barba… el pelo rapado, está más fuerte. No conozco esos zapatos, ni su ropa. No sé quién es”.

- Adelante, dijo Ivana, que abrió la puerta de dos vueltas de llave rápidas.
- Este cuarto es el de las fotos que mandaste -observó él en lo que parecía una visita de reconocimiento.
- Sí.

Se hablaban parcamente, con la fatiga de la tierra contraída y cuarteada por falta de un rayo de calor.

Ella, consciente de lo que su esposo buscaba con la mirada, le mostró la casa. El baño, acicalado por dos mujeres; el dormitorio de Olga, la compañera ucraniana, y el suyo, donde una cama de noventa estaba escoltada por una mesilla en la que había una foto de familia de dos niños, una de San Alejo y otra de Santa Alejandra, la zarina. Un armario de madera con patas torneadas y lunas en ambas puertas y un perchero tan alto como el ruso, del que pendían bolsos y bolsas, completaban el mobiliario. Toda una vida se recogía en los enseres que permitían ocho metros cuadrados.

El silencio de su marido durante el recorrido le indicaba que aprobaba lo que veía. Se alojaron entonces en la cocina. Puso a calentar un modesto samovar, y se sentó frente al hombre que empezaba a reconocer, al otro lado de la mesa.




- ¿Vienes conmigo de vuelta? -preguntó por fin el hombre.
- Aquí tengo trabajo, y casa -dijo ella.
- Los hijos están creciendo
- Podríais venir aquí -insistía Ivana.
- Sabes que no voy a dejar el ejército, ese es mi lugar.
- El lugar de uno es el que le da el pan. ¿Qué lugar es ese que no te ofrece más que un puñado de kopeks? Aquí tu tiempo valdría diez veces más, como poco.
- Eso ya está hablado -concluyó él.

Durante los pocos minutos que tardó en estar listo el té, Ivana aprovechó el silencio para tomar fuerzas y recordar que aquí el sargento no tenía autoridad.

- Ya no duele, ahora te miro, y sé que ya no duele –dijo cargada de coraje-. He esperado tiempo y he esperado cosas, y sólo he visto pasar el tiempo. Me he esforzado para no olvidar, porque no había momento ni fuerzas para recordar: mucho trabajo. Sólo en mis pensamientos no he sentido soledad. No buscaba que ocurriera esto, deseaba algo bien distinto, pero miro tus ojos y veo que las cosas no han cambiado. Tú lo ves también, hemos crecido y aprendido a la vez. No me arrepiento por sentir que ya no siento, aunque lo lamente.
- Y eso ¿qué quiere decir?
- Sigamos con la vida que hemos escogido, cada uno la suya. No es egoísmo, quiero abrir puertas a nuestros hijos. Ese es mi sentimiento y ese es mi deseo. Lo que sea que busquemos de ahora en adelante, no lo haremos juntos.
- ¿Es tu última palabra?
- Es la definitiva, eso ya está hablado.

Tomaron el té. El resto de la tarde transcurrió tranquila, y la conversación la ocuparon los hijos.
Yuri se marchó antes de caer el sol. Al salir del portal, mientras encendía un cigarrillo, buscó la figura de su mujer en la ventana. No la vió. Sentada en la cocina, no notaba el cansancio de toda la semana, se sentía ligera: tenía la razón, no necesitaba que nadie se la diera. Y ya no dolía.