martes, 9 de noviembre de 2010

# 18. "Alquilo".


Frente a la puerta de entrada, una foto poco conocida de Marilyn, en gran formato, daba la bienvenida. A la izquierda, sobre una pared de madera, un velador suspendido y un perchero de pie permitían deshacerse de llaves y abrigo. A la derecha, una pared de cristal de dos dedos de grosor y algo más de un metro de longitud daba paso a la estancia principal, y dejaba pasar la luz que hubiera en ella.

La orientación de la vivienda, al sur, fue determinante al decidir la compra. Durante el día, el sol penetraba insolente de un lado a otro del ventanal que ocupaba toda la fachada. Las copas de los eucaliptos, que se encontraban delante del edificio, hacían de tapiz verde al azul del mar que se extendía de lado a lado. Por la noche, la vista de la fortaleza sobre el monte y la bahía, iluminadas, ofrecían una imagen espectacular.

En el centro se encontraba un comedor de expresión mínima, con mesa rectangular de acero galvanizado y ocho sillas a juego, con tapizado en terciopelo de un color mostaza desleído en el asiento y respaldo. Dos lámparas, con tres colgantes cónicos cada una de ellas, daban luz sobre la mesa.

Un par de metros hacia la derecha, un salón con tres tresillos de formas angulares y cuero blanco dispuestos en “U” entre los cuales una acogedora alfombra de fibra vegetal calzaba una mesa baja cuadrada de cristal, sobre la que descansaban un par de cestillos: uno con mandos a distancia y otro con posavasos y manteles individuales. Frente a los asientos, una gigantesca pantalla encastrada en un muro de pizarra estaba encendida en modo “acuario”. A su izquierda, una chimenea también adentrada en el muro. Fuera de la temporada fría, ocultaban la chimenea tres guitarras que descansaban en un soporte. En el techo, un plafón bajo de escayola albergaba iluminación indirecta en sus cuatro lados.

En la pared opuesta al ventanal, en el centro de una biblioteca que ocupaba todo el paño, un paso sin puerta daba acceso a un pequeño distribuidor donde se encontraba el dormitorio de huéspedes, que contaba con su propio cuarto de baño, y un aseo de cortesía.

En el lado izquierdo del comedor se disponía una especie de office, con un aspecto de esmerada improvisación de café-bar casero. Dos mecedoras de rejilla custodiaban una mesilla de mármol blanco circular y tres patas de hierro. Un sofá de dos plazas vestido en pana fresca color rojo grana, se auxiliaba con un puf y una mesita bajera oval de cristal. Por último, dos sillas verdes y una amarilla, de anea –se hubiera dicho que estaban destinadas a un trío de cante, palme y toque flamenco- flanqueaban la tercera mesilla, de madera cuadrada, con cajones y puertecillas por sus cuatro lados, donde se guardaban naipes, dados, dominó y otros clásicos. En el centro del triángulo, colgaba del techo una especie de ramaje con iluminación led que dirigía los extremos de varios tallos hacia cada una de las mesillas.

Una barra alta del mismo acero que el comedor, en el lado opuesto al ventanal, separaba el office de la cocina americana, con tres banquetas de asientos forrados con piel color negro imitando escamas reptiles. El mobiliario de la cocina, revestido en acero mate, ocultaba electrodomésticos y utillaje. En la pared donde se disponía el frente de la misma, a la izquierda de esta, y a la espalda del retrato de Marilyn, de nuevo un paso sin puerta daba acceso al dormitorio principal, con baño y vestidor, y a un pequeño despacho donde también reinaba el orden.

Sonó el telefonillo de la portería.

“Soy yo… “ contestó una voz de hombre cuando sintió que descolgaban desde arriba.

Al abrirse el ascensor, la puerta del apartamento estaba entreabierta al final del corredor. Sonaba Debussy. Sonrió, embriagado por un sentimiento de gratitud. No fue preciso pulsar ningún interruptor, la luz que salía de aquella morada acogedora era suficiente. Caminó hacia ella.
- ¿Cómo estás, mi princesa?

Su alteza, serena, aguardaba envuelta en una bata de raso negro, con los brazos extendidos en señal de bienvenida. Sus blancas manos se posaron sobre las mejillas del recién llegado, sobre su frente, atrayéndole hacia sí. Él se dejaba hacer,

- Lamento no haber podido llegar antes, tenía la intención de cenar contigo en ese lugar que descubrimos el mes pasado, pero la cosa se ha complicado a última hora. No debería haber atendido esa llamada, me han entretenido…
- Shhhhhhhh… -susurró la mujer acercando sus labios a los de él, silenciando las excusas le ayudó a quitarse la chaqueta, que colgó cuidadosamente-. Está bien, ya estás aquí. He merendado con mi amiga Martina y no tenía apetito para cenar, de todos modos. Acabo de preparar un té. ¿Quieres que te sirva uno?

El hombre tenía gesto desganado.
- ¿Te apetece alguna otra cosa? Aprovecha que he hecho la compra esta mañana y hay provisiones para todos los gustos.
- Tengo sed, prefiero algo fresco. Agua con gas, si hay.
- Marchando un agua, pues. Ven.

Guió los pasos del recién llegado, tomándole de la mano.
- ¿Quieres tomar asiento?
- Preferiría tomar una ducha antes. Necesito un lavado de cerebro.
- Ja, ja… - rompió ella en una carcajada- Disculpa, debí haberlo imaginado. Con cuidado, conviene que conserves algunos recuerdos cuando salgas de la ducha.

La princesa se dirigió a la cocina, mientras que el hombre desapareció con paso cansado hacia el baño principal. La mujer se sirvió un té, añadió medio terrón de azúcar moreno, sacó un botellín de agua de la nevera y una copa de la alhacena. Encendió una barrita de sándalo con aroma de jazmín, que puso sobre la barra americana, y se sentó en un taburete, tomando el té a sorbos y mirando la bahía mientras escuchaba el sonido de la ducha. Cuando el agua dejó de caer, abrió el botellín, sirvió la copa y se dirigió al baño.

Apenas había salido el hombre de la ducha cuando ella le entregó la copa de agua. Sin hablar, tomó una toalla de baño, y cubrió con ella la espalda mojada. Con otra toalla, empezó a secar su cuerpo.

- Nada me hace sentir tan bien como estar contigo –dijo él.
- Creí que tu trabajo te hacía realmente feliz.
- Mujer, ya sabes a qué me refiero.
- Ya lo sé, pero también sabes tú que me cuesta oír ese tipo de cosas.
- Pues no debería. Es lo que siento, siempre hemos hablado claramente, y no veo por qué puede molestarte. A la mayoría de las mujeres les encanta que les digan esas cosas.
- Sí, entonces recuerda que no me gusta hablar de sentimientos, y que yo no soy una mujer.
- Sí lo eres, eres una mujer muy especial, eres una mujer aparte.
- Eso es, soy aparte, me salgo de mi rango, así que conmigo no se cumple lo que se cumple para la mayoría.
- En eso estamos de acuerdo.
- ¿Lo ves? –sonrió cariñosa- No es posible que discutamos porque, finalmente, siempre estamos de acuerdo. Siéntate, por favor.

Él había terminado su copa, la dejó sobre la bancada de los lavabos. Obedeció, se sentó. Arrodillada delante le secaba los pies, con cuidado, entre los dedos. Él la miraba embelesado. Era muy cierto que con ella recibía más de lo que jamás hubiera esperado de una compañera. La admiraba por sus muchas habilidades, la respetaba por su integridad y su valía, la necesitaba por su forma de entregarse, la deseaba por todo ello. Por todo ello, la amaba.

El hombre tendió sus manos, le hizo levantarse, tomó las de ella y las besó con los ojos cerrados.
- Si tú quisieras…
- Pero hombre, claro que quiero…
- Si tú quisieras como quiero yo…
- Shhhhhhhh dejémonos de trabalenguas –su voz siempre sonaba conciliadora.

La tomó en brazos, salió hacia el dormitorio, y la depositó sobre la cama. Sinuosa, se enlazó a su alrededor, serpenteante, y se amaron en silencio, despaciosamente. Nada en ella era un exceso, si no el resultado que provocaba en el corazón de él, en sus entrañas, en su sangre, en su ser entero. Cuerpo y alma.

Sin un punto y final concreto, enredado como la yedra en el cuerpo de su reina, el sueño llegó como llega la noche: sin sentir. Durmieron abrazados, entregados tras la entrega.

El sol de levante abrió una hermosa mañana otoñal. Cuando el hombre hubo terminado su aseo, el aroma de café flotaba con calma en toda la casa. Sobre la mesilla ovalada esperaban dos licuados de fruta, tostadas calientes, confituras y la cafetera. Concierto para guitarra y orquesta de Vivaldi. El hombre servía el café y ella untaba las tostadas con mantequilla. Los desayunos de los viernes eran, para el visitante, el combustible que recargaba para vivir la semana siguiente. Hablaban con calma, con cariño, hasta que el hombre dio un giro a la conversación.

- Es extraño, todos los días duermo soñando con despertarme contigo. No me tomes por pesado, te lo seguiré diciendo sin desfallecer.
- No te tomaré por pesado, palabra.
- ¿Ves? No me escuchas, no consideras mi proposición. ¿Porqué no una vida juntos?
- Sí te escucho. No tenemos una vida, somos dos vidas. Tú tienes tu vida y tu familia, yo… yo también tengo mi vida, y es la que es.
- Podría ser otra. Sabes que haría lo necesario por que fuese otra, es lo que más deseo.
- Ni tú ni yo somos libres de cambiar nuestras vidas sin afectar las de otros. ¿Qué derecho tenemos a hacerlo? Además ¿Acaso sabes qué es lo que más deseo?
- Nada me gustaría tanto.
- De momento, nada distinto a la primera vez, tal como convinimos en un principio.
- Pero las cosas cambian, las personas cambian, todo puede cambiar.
- Así es, todo puede cambiar, pero ni las cosas han cambiado ni las personas tampoco. Somos los mismos y nuestras circunstancias también lo son.
- ¿Hasta cuándo piensas que durarán tus circunstancias? En algún momento será distinto.
- No pienso, sólo existo, y soy feliz de este modo. ¿Tú no eres feliz? ¿Te hace feliz el tiempo que nos podemos dedicar?
- Claro que me hace feliz, pero me sabe a poco. Me tortura el hecho de que…
- No hablemos de sentimientos, recuerda – interrumpió ella – lo que hay entre nosotros son sensaciones.
- Muy bien, pues tengo la sensación de que reúnes todo cuanto espero de una mujer, eres mi princesa.
- En un castillo de arena.

Se hizo el silencio.

- Lo siento, no me gusta esta conversación, y no quisiera que nos quedara un mal sabor –protestó ella sin fuerza-.
- Tengo la sensación de que alquilo…
- No es así, soy yo. Me alquilo.

Tras el desayuno, el huésped de los jueves dejó el sobre con el contenido acostumbrado en la mesita entre las mecedoras. Con un cálido abrazo, se despidieron con las palabras habituales.

- ¿Hasta cuándo? –preguntó, resignado, el hombre-.
- Hasta el jueves.

Ella sostuvo la puerta abierta hasta que las puertas del ascensor se cerraron. Regresó sobre sus pasos, tomó el sobre y lo guardó en el despacho. Se encaminó al baño y abrió la ducha.

Encima de la mesa del salón, el teléfono emitió el sonido de un mensaje recibido:

“Buenos días, preciosa. Nos vemos esta tarde sobre las siete, como la semana pasada. Ponte guapa, cenaremos fuera. Tengo cosas que contarte y muchas ganas de verte”.