miércoles, 17 de octubre de 2012

# 32. Una sola carne.

 Photo: Guilhem BRANDY.

"Mi amor querido,
Quisiera poder estar bajo tu piel, dentro de ti.  Tú, mi tranquilo amante, mi paciente enamorado, mi devoto guerrero.
Quisiera sentir la paz que me transmites.  Tan intensa es, que aún cuando me pierdo en mis días de miedos y desconfianza, aún esos días puedo recordarla.  La recuerdo pero no la siento, y el recuerdo se convierte en nostalgia, en tristeza, en terror a perderte.
Aunque en esos días en los que soy una extraña para ti -¡tanto como para mí misma!- te rechace y te castigue, piensa que no he sido yo, sino el terror que me posee, la tremenda y constante interrogación sobre mi propia existencia y sobre la vida misma.
En estos momentos, cuando soy la mujer que deseo ser, la idea de perderme en un pozo de vez en cuando me resulta demasiado pesada.  Estoy cansada.  No quiero someterte más a mi tiranía, no quiero soportarme yo misma.
Me voy, mi vida.  No te dejo, siempre estaré contigo, con la alegría dulce de sentirme en un lugar seguro, en tus entrañas."


Un año después.

Pepe servía la cena, servicio para uno.
- Siéntate, ponte cómoda, dijo dirigiendo su mirada a una silueta de mujer en la penumbra.
- Estoy cómoda, respondió ella con voz pausada, no te preocupes, haré como si estuviera en casa.
Los dos sonrieron, intercambiando miradas cómplices.  El hombre siguió hablando.
- Hoy se cumple un año de tu carta de despedida.
- Así es.  Todo un año para tomarla al pie de la letra.  Has hecho bien.  Sabes cómo me ha costado siempre ir de médicos y de consultas, y que mi mirasen o me tocasen unos extraños.  Desde el primer día has sabido ocuparte de mi.  Eres mi bendición.
- Desde que nos conocimos mi mayor deseo ha sido amarte.  Ocuparme de ti es la forma de expresarlo, así que es más necesidad mía que tuya.
- Por favor, come.  No quiero interrumpirte.
- No lo haces, me encanta comer charlando contigo.  Me ha encantado cenar todas estas noches contigo.
- A mí me gusta escucharte...
- ¿Ves? tú me permites comer y yo te permito escucharme, y los dos tan contentos.
- No siempre tan contentos...
- No digas eso.  Es cierto que los altos y bajos han sido una constante. Los altos muy altos y los  bajos muy bajos, pero ¿y qué? Cada pareja es muy particular.
- Como el patio de mi casa.
Volvieron a reir.
- Sí, quizá más particular todavía, añadió él entre risas.  Pues eso: yo te que querido como me lo has permitido, como ha podido ser.  No hay nadie a quien echar la culpa.  También yo hubiera querido sumergirme dentro de tí, cuando tú eras tú, pero no se me ocurrió marcharme... así, como tú lo has hecho.
- Ha sido mejor así.  Yo no hubiera sabido reaccionar, y nadie me habría salvado del golpe de perderte.  Yo misma hubiera quedado perdida, hasta el fin de mis días.
- Tengo que reconocerte que yo también me siento perdido ahora.  Sin saber qué hacer por ti, no sé qué hacer.
- No te preocupes. ¿Has escrito a la policía?
- Sí, deben estar al llegar.
- Bien, alguien te ayudará.  Recuerda que yo estoy contigo, y que te amo, que te amo con todas mis fuerzas y con todo mi ser.

Pepe terminó de cenar, bebió un sorbo de vino tinto, otro de agua.  Metió lo que quedaba en su plato en un envase de plástico, lo tapó con su tapadera, y lo metió en la caja decorada que estaba al lado de la puerta de la casa, frente a la mesa de comedor.  Esperó sentado en el sofá, la copa de agua en la mano.
Ocho minutos más tarde sonó el timbre de la puerta.
- Policía, abra por favor.
Pepe abrió la puerta.  Cuatro policías se encontraban en el rellano de la escalera.  Dos de paisano, otros dos de uniforme, con sendas mochilas negras.  Un agente de paisano le saludó.
- Buenas noches.
- Buenas noches señores, les estaba esperando.
- ¿Es usted don José Pastor Méndez?
- Sí, señor.
- ¿Está usted solo en casa?
- Sí, señor ¿Quieren ustedes pasar? Adelante, dijo con un gesto, con el que cedía el paso a los policías para entrar en la vivienda.  Uno se quedó junto al que hablaba, los de uniforme dieron dos vueltas por la casa.
- Señor Pastor, venimos a verle con relación a la desaparición de su esposa.  Al parecer esta mañana ha dejado usted un sobre dirigido al comisario jefe de nuestra comisaría.
- Así es.
- ¿Podría usted decirnos cuál era el contenido de ese sobre?
- Una carta manuscrita mía al comisario, una carta de mi mujer a mí, y un cd con un video.
- ¿Querría usted acompañarnos, Sr. Pastor?
- ¿No estoy detenido?
- No, no está usted detenido.  El contenido de sus cartas y del cd son testimonios. Sin embargo, es necesaria una investigación para aportar pruebas a su testimonio y cerrar el caso si procede.  Su declaración es fundamental.  Le vuelvo a preguntar, Sr. Pastor ¿Querría usted acompañarnos?.
- Sí, sí que quiero.  Necesito pasar al aseo antes, y estaré listo en unos minutos.  Pasen, tomen asiento.  Dejo la puerta abierta... no voy a escaparme.
- No tememos que se escape usted, dijo el policía en voz alta para hacer llegar sus palabras hasta el cuarto de aseo.  Nadie le ha obligado a mandarnos nada, estamos seguros de que usted quiere colaborar.
- Haré lo que me pidan, yo ya no sé muy bien qué hacer... en general, contestó Pepe mientras se cepillaba los dientes.
- ¿Qué quiere usted decir?
- Mi mujer ya no está.  Mi vida, fuera de mi trabajo, la ocupaba ella.  Después de hacer lo que me pidió, no sé qué hacer con mis días.
Los dos policías se miraron. Uno de uniforme miraba el interior de la caja decorada.   Observó una carpeta que decía "Médicos", una peluca de mujer y un tupperware.  Pepe regresaba con una bolsa de aseo, que metió en una mochila, junto con la cartera, sus gafas de cerca y una agenda.
- ¡Ah! la caja... esa caja es para ustedes.
- Sí, eso nos decía en su nota.  La llevamos con nosotros.
Pepe salió acompañado de los otros dos, cerró con llave y llamó el ascensor.  Mientras esperaban, los de las mochilas colocaban en zig-zag un precinto amarillo, de un lado a otro de la puerta.
- Veo que no cuentan ustedes con que vuelva a mi casa... por lo menos esta noche.
- Nos ocuparemos de usted, Sr. Pastor.  Su vivienda ha de ser vista por nuestros expertos.  Mientras tanto tendrá usted alojamiento y, si desea regresar a su casa para coger algo, le acompañaremos.
El ascensor llegó abajo.  Los polis de uniforme llegaron al mismo tiempo por las escaleras.  Se adelantaron y se prepararon a subir en dos motos.  Junto a las motos y a un coche patrulla camuflado, esperaba un quinto policía de paisano, el chófer.
El patrulla se alejó, Pepe sentado detrás del conductor, miraba por la ventana.


Esa misma mañana.

Pepe aprovechó el día libre que le quedaba para despertarse a las 8h30.  Desayunó tostadas con aceite y sal,  un bollito de leche con mermelada, café con leche y zumo natural de naranja.  La terraza estaba ocupada, en su mayoría, por mujeres que acababan de dejar a sus hijos en el colegio cercano.  Hacían mucho ruido, reían fuerte.  Pepe escogió la mesita al lado de la puerta abierta, que hacía un poco de pantalla del ruido y del aire, y la cual estaba la que más alejada de las mamás jubilosas.
La mirada de Pepe pasaba por encima de las mesas vacías, de las mesas ocupadas, de las personas ocupadas, de las personas vacías... No hubiera sabido emitir un juicio de lo que veía.  Su visión de las cosas, hoy, era puramente observación.  Nada le decía nada.
Pasó al servicio para cepillarse los dientes, pagó en la barra y salió con un sobre bajo el brazo en dirección a la comisaría.  Dos manzanas y se encontraba en la puerta, accedió por el arco de seguridad y entregó el sobre al agente del mostrador de recepción.
Volvió sobre sus pasos y, una vez en la calle, caminó durante veinte minutos hasta llegar al mercado de abastos.  Iba a comprar algunas verduras, para preparar la última cena con su mujer.

En el sobre había lo que ya sabemos.  En su carta... en su carta decía lo siguiente:

"Señor Comisario:
Durante los 17 años que mi mujer y yo hemos vivido juntos, nuestro amor creció cada día.  Aquejada desde años antes de un trastorno bipolar, en un gesto de generosidad y amor, el año pasado, tal día como hoy, decidió poner fin a su vida en este mundo.
No le reprocho haberse ido, sino precisamente su generosidad y su amor.  Era yo quien debía quererla, era yo quien debía ser generoso con ella, ella tenía que haberse dejado querer, sólamente eso.  A veces me permitía amarla, y ese es el mayor regalo que la vida me ha dado.
Durante este año me he ocupado de cumplir sus últimas voluntades.
En primer lugar, junto con la carta de despedida de mi esposa les acompaño cd de video de una grabación que realizó para ustedes ese mismo día.  Siguiendo los deseos de mi mujer, lo he grabado en cd sin mirarlo.
La segunda y última voluntad, estar dentro de mí, ocupar ya no mis entrañas, sino mis propias células, también la he cumplido.  No tengo nada más que decir.  Nada, si no es que la sigo amando, y que mi consuelo es saberla en mi propia sangre, atravesándome el corazón.
Su corazón ha sido mi último banquete.  Sólo quedan sus cabellos como prueba física de su presencia pasada.  El resto de ella, su cuerpecito de muñeca, me lo he comido.
Me encontrarán en mi domicilio, esta noche a las 21h30.  No soy peligroso, no estoy armado, no estoy loco... si no es de amor por ella."