viernes, 7 de mayo de 2010

# 5. Abogado.





- "Me gustaría hacer el amor contigo de nuevo."

- ¡Rayos y centellas! ¿Quién demonios…? –se preguntó ella.


6 de febrero.

Después de cruzar unos correos y unos mensajes comprendí que no era un Romeo, pero sí un singular personaje. Fijamos el primer encuentro en un chiringuito cerca del mar. Cava y ostras.

El abogado, despiadado, fue a muerte. Pero tentó mal su suerte: no terció inspirado, y no pudo matar.


Para la segunda ocasión me propuso una excursión a la arena de otra costa.

De nuevo una cena, esta vez en un restaurante de nostalgia setentera, otrora elegante, fue lo que ya no era. La cocina, ni la última de la fila ni la primera de la lista: un bimenú para turistas, con marisco descamisado, entremeses, carne al punto y sufflé sobre helado.


La gracia del lugar consistía en estar amenizado por el manido espectáculo flamenco, revista y show de magia, humor y equilibristas -incluido el ex marido de una princesa peregrina-.

Y haciendo caso omiso del elenco de artistas -danzaban las bailarinas-, conversábamos entusiasmados.

Comentaba el abogado que había letrados, letreros y letrinas… La charla trajo risas, las risas distensión, y sonrisas de corazón. Renovábamos las copas, seguía la función. Los aplausos del público hacían las veces de entreactos. Lo más plausible del reparto éramos nosotros dos.


Entregado a mi escote, blandió el capote

- ¿Cómo es tu ropa interior?, preguntó.

- ¿Superior o inferior?

Me miró (a los ojos). Me reí, sonrió.

- Te preguntas… ¿la quieres ver?

- Ja, ja… Sí, claro; pero ¿Qué haces?

Con movimientos suaves, sin esfuerzo, abrí la hebilla de mis zapatos, deslicé los pantys hasta sacarlos, seguidos de las bragas. Mi abogado -ya era mío- estiraba el pescuezo incrédulo y admirado, aflojaba su corbata, parecía que se ahogaba.

- Pero mujer ¿qué haces?

- Me las quito.

- ¿Te las quitas?

Extendiendo mi brazo al frente como olímpico abanderado, dejé caer sobre su plato el pendón preciado.

- Pues sí. Toma: de postre, braguitas.


Mientras yo recomponía mi vestuario deshecho, el hombre rescató del sufflé mis bragas, las alojó en su puño, y éste sobre su pecho.

Aplauso final, estruendo de vítores y bravos en la sala. Me serví de ello para ponerme en pie y con la mejor maña completar mi atuendo después de la singular hazaña; cambiar de acera, y sentarme a la vera del reliquiario.


Recogían el escenario, la música era de ambiente. La gente se levantaba en retiro y yo entreabría mis piernas, para que mi acompañante, después de exhalar un suspiro, llegase su mano entre ellas y palpase, con la media de red intermedia, la humedad de mi vulva animada. Mi abogado me envolvía con mirada embelesada, mientras sus dedos se deslizaban entre los labios que le ofrecía.

- ¿Son us-te-des es-pa-ño-les? Preguntó un camarero.

- Yes, we are!, contesté.

- Pues es que estamos cerrando. Cuando terminen, salgan por aquella puerta. –concluyó el mozo, ignorante de lo que ocurría delante de sus narices.

- Es que… -miró hacia mí mi compañero murmurando por lo bajini- estamos empezando, cuando cierren, nosotros estaremos…

- …¡comiendo perdices! –añadí- ¡Vamos, vamos!

Nos reímos. La noche empezaba y nosotros huimos a un lugar ya reservado.


Después de la mañana, nunca más, nada de nada.


Hoy, dos de febrero, recibo este mensaje: "Me gustaría hacer el amor contigo de nuevo."

- ¿Y este? ¿Quién demonios…?. Respondo: “No en vano estimo que sería de utilidad conocer tu identidad; el estilo de tu mano peca de brevedad”.

- “Mi identidad es lo de menos. Lo que cuenta verdaderamente es el pecado. Por cierto, “el postre estaba muy bueno” (le dije yo al camarero, asombrado él de mi sentencia mientras retiraba el postre intacto)”.

Le reconocí en el acto.

- “El postre te ha sentenciado, pecado. Me pregunto de qué agüero es un abogado que aparece cada febrero. Me alegra saludarte”.


Nunca fueron buenas estas segundas partes.

Punto y… final.


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