lunes, 12 de abril de 2010

# 2. Desde Rusia, sin amor.

Frente al portal, apoyado en un coche, esperaba un hombre. Tiró su cigarrillo al suelo y lo apagó con la suela del zapato. No la vio hasta que estuvo delante.
- ¿Cómo estás?
- ¡Qué sorpresa! -acertó a decir ella.
Se abrazaron torpe y brevemente.
- Así que… vives aquí… -preguntó.
- ¿Subes?

Ivana tomó la delantera cruzando el recibidor, y mientras subía por la escalera de un tercero sin ascensor intentaba identificar aquel hombre, con el que vivió veinte años y tuvo dos hijos.

Al verles, nadie hubiera dicho que tres años y cuatro mil kilómetros les habían separado. Nadie hubiera pensado que el viaje del militar era inesperado y desconocido para su esposa; él no se había anunciado, con la idea oculta de descubrir si algo más retenía a la emigrante, aparte del trabajo con el que sustentaba a los suyos más próximos y lejanos.

Se miraban de soslayo, con la rigidez de quien acostumbra a llevar abrigo hasta la nariz.

“Huele distinta, más delgada. Distinta, pero sigue guapa. Buena mujer” pensaba Yuri mientras veía, justo frente a sus ojos, las caderas de Ivana subiendo rítmicamente los escalones.




“Mi marido. Es él, pero ya no es mi marido. Esa barba… el pelo rapado, está más fuerte. No conozco esos zapatos, ni su ropa. No sé quién es”.

- Adelante, dijo Ivana, que abrió la puerta de dos vueltas de llave rápidas.
- Este cuarto es el de las fotos que mandaste -observó él en lo que parecía una visita de reconocimiento.
- Sí.

Se hablaban parcamente, con la fatiga de la tierra contraída y cuarteada por falta de un rayo de calor.

Ella, consciente de lo que su esposo buscaba con la mirada, le mostró la casa. El baño, acicalado por dos mujeres; el dormitorio de Olga, la compañera ucraniana, y el suyo, donde una cama de noventa estaba escoltada por una mesilla en la que había una foto de familia de dos niños, una de San Alejo y otra de Santa Alejandra, la zarina. Un armario de madera con patas torneadas y lunas en ambas puertas y un perchero tan alto como el ruso, del que pendían bolsos y bolsas, completaban el mobiliario. Toda una vida se recogía en los enseres que permitían ocho metros cuadrados.

El silencio de su marido durante el recorrido le indicaba que aprobaba lo que veía. Se alojaron entonces en la cocina. Puso a calentar un modesto samovar, y se sentó frente al hombre que empezaba a reconocer, al otro lado de la mesa.




- ¿Vienes conmigo de vuelta? -preguntó por fin el hombre.
- Aquí tengo trabajo, y casa -dijo ella.
- Los hijos están creciendo
- Podríais venir aquí -insistía Ivana.
- Sabes que no voy a dejar el ejército, ese es mi lugar.
- El lugar de uno es el que le da el pan. ¿Qué lugar es ese que no te ofrece más que un puñado de kopeks? Aquí tu tiempo valdría diez veces más, como poco.
- Eso ya está hablado -concluyó él.

Durante los pocos minutos que tardó en estar listo el té, Ivana aprovechó el silencio para tomar fuerzas y recordar que aquí el sargento no tenía autoridad.

- Ya no duele, ahora te miro, y sé que ya no duele –dijo cargada de coraje-. He esperado tiempo y he esperado cosas, y sólo he visto pasar el tiempo. Me he esforzado para no olvidar, porque no había momento ni fuerzas para recordar: mucho trabajo. Sólo en mis pensamientos no he sentido soledad. No buscaba que ocurriera esto, deseaba algo bien distinto, pero miro tus ojos y veo que las cosas no han cambiado. Tú lo ves también, hemos crecido y aprendido a la vez. No me arrepiento por sentir que ya no siento, aunque lo lamente.
- Y eso ¿qué quiere decir?
- Sigamos con la vida que hemos escogido, cada uno la suya. No es egoísmo, quiero abrir puertas a nuestros hijos. Ese es mi sentimiento y ese es mi deseo. Lo que sea que busquemos de ahora en adelante, no lo haremos juntos.
- ¿Es tu última palabra?
- Es la definitiva, eso ya está hablado.

Tomaron el té. El resto de la tarde transcurrió tranquila, y la conversación la ocuparon los hijos.
Yuri se marchó antes de caer el sol. Al salir del portal, mientras encendía un cigarrillo, buscó la figura de su mujer en la ventana. No la vió. Sentada en la cocina, no notaba el cansancio de toda la semana, se sentía ligera: tenía la razón, no necesitaba que nadie se la diera. Y ya no dolía.

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