miércoles, 15 de septiembre de 2010

# 14. Vuelo de Madrid.


Illustration de Manara. 2004.


La mujer empleó más tiempo en embadurnar su cuerpo de crema del que había necesitado para ducharse.
Extendía la hidratación comprobando la suavidad de su piel en cada centímetro de recorrido. Un suave masaje y preparatorio dedicado al hombre que salía de viaje en ese mismo instante, parte del protocolo amatorio del que gustaba gozar tanto como él.

“Te imagino recibiéndome con minifalda de vuelo, camisa ajustada, sin ropa interior. Mi avión sale en treinta minutos”. Fue el mensaje que recibió para confirmar la hora de salida.

El viajero había hecho la maleta sin vacilar, tan acostumbrado estaba a ello. En el último momento recordó un antiguo juguete, un souvenir de Londres que compró contando tan sólo diecisiete. Revolvió cajones, estantes y armarios, hasta que encontró la “prenda”. La incluyó con el resto y cerró la maleta.

Como en él era habitual, llegó el último para embarcar. No había prisa: precavido siempre en llevar como todo equipaje el de mano, eran precisos escasos minutos para recorrer el espacio entre las puertas del aeropuerto y el avión. Pan comido. Si no hubiera sido por el trámite de pasar por la cinta de seguridad. El agente frente a la pantalla detuvo la banda móvil.
- Señor, no puede usted embarcar con ese objeto. Ha de dejarlo en las bandejas dispuestas aquí detrás. Normas de seguridad.
- ¿Qué? No puede ser, otras veces lo he llevado conmigo y… quiero decir que… bueno, que no es la primera vez que viajo con esto y nunca ha habido problemas.
- Puede llevarlo si se encuentra en el equipaje facturado, el que va en la bodega. En cabina no puede usted viajar con este objeto, debe dejarlo.
- Bien ¿qué pasa si lo dejo aquí? ¿Cómo lo recupero después?
- No se recupera. Todo lo que se deja en las bandejas se tira o se destruye y…
- Ah, no, no, no, no. Algún modo habrá. Lo necesito para trabajar, he de hacer unas fotos y debo llevarlo y, sobre todo, no tengo intención de perderlo.
- Pues lo lamento, pero no puedo permitirle pasarlo.
- ¿Podría llamar a alguien a bordo? Quizá si lo entrego a alguien de la tripulación, si está a recaudo del comandante… quizá podrían entregármelo al llegar a destino.
- Es que estos objetos no pueden viajar donde tengan acceso los pasajeros.
- Insisto, se lo ruego, ¿hay modo de poder consultar esa posibilidad?

Por los altavoces hacían la última llamada para el pasajero con destino…

- Se lo ruego, por favor, ese al que llaman soy yo… algo se podrá hacer…

El agente hizo una llamada. La situación se le antojaba cómica y tenía curiosidad por saber qué desenlace podría tener. Sintió simpatía por el viajero tenaz. Después de una breve explicación colgó e informó al reclamado pasajero:
- En seguida viene alguien.

Efectivamente, un auxiliar de vuelo se acercaba, con paso ligero.
- Tengo orden del comandante de hacerme cargo de un objeto que el pasajero no puede llevar consigo, ¿es así?
“¡Ah! Cielo abierto: volamos” pensó satisfecho.
- ¡Sí, así es! ¿Cómo no? Tenga, venga, que tenemos prisa ¿no?.
Sin mediar más, en un visto y no visto abrió y cerró la maleta, extrayendo su dichoso juguete y entregándolo al auxiliar. Éste miró la causa de tanta excepción con sorna, lo metió en el bolsillo del pantalón, y pidió al pasajero caprichoso que le siguiera. Ambos con ligero equipaje, recorrieron un par de pasillos levadizos que les embocaron por fin a la puerta del avión, la cual se cerró de inmediato.

En el panel de información anunciaban la llegada del vuelo procedente de Madrid. Diez minutos de retraso no eran muchos. Entre la gente que esperaba, el hombre distinguió en seguida la cabellera color violín de su amante, su silueta de guitarra. Con paso firme y saltarín, se acercó hasta ella divertido. Sólo unos instantes de un beso risueño, húmedo, gracioso, fresco, mientras giraban sobre sí como peonza y la maleta pendulaba.
- ¿Vamos? -dijo él.
- ¡Claro! -contestó ella.

El recién llegado metió la mano bajo la falda y comprobó con un apretón que la pelirroja había seguido sus instrucciones. Ella soltó una carcajada.
- ¡Pero qué magnífico culo tienes!
Aparcados en batería en la acera de la terminal de llegadas había seis autobuses destinados a cargar turistas extranjeros. Los conductores esperaban en grupo mientras charlaban aburridos. Todas sus miradas se posaron sobre las curvas de la nacional, y sonreían al eufórico acompañante, mitad cómplices, doblemente envidiosos.

- He traído un cargamento especial, especial para ti.
- Uhmmm… tú y tus especialidades… -ronroneó ella.
- Tengo dos pulseritas que te vas a poner a la vez, y que te van a tener bien quietecita…

La mujer volvió a reír, caminando con paso firme, todo garbo, todo meandro, toda rotunda, contundente.
Giraron hacia la zona de estacionamiento, bordeando la última esquina del edificio. Por una doble puerta blanca apareció, casi en forma de estampida, un grupo de hombres y mujeres uniformados que se detuvieron al instante y se dispusieron a fumar. Varios con gorras, algunas bajo el brazo. La pareja atrajo las miradas de todo el grupo, al tener que pasar por en medio disculpándose. Un uniformado dio un codazo al que tenía al lado y ambos saludaron al unísono. Todos sonrieron. Sonrisa general.
- Buenas noches, y feliz estancia.
- Buenas noches, ¡sin duda! y muchas gracias -contestó el madrileño.
- ¿Les conoces?
- Es la tripulación de mi avión.
- ¡Qué amables! ¿No?
- No lo sabes tú bien. En esos vuelos domésticos, con ciertas compañías… es como estar entre amigos.

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